Ser fuerte pese a todo
Tres uruguayos cuentan sus historias de resiliencia. Cómo se puede transformar el dolor en aprendizaje.
Aunque el término parece una moda, describe una herramienta que el ser humano tiene desde los comienzos de su historia: la resiliencia es la capacidad de adaptarse a situaciones límite y sobreponerse, a veces incluso saliendo fortalecido. Daniel Fernández Strauch sobrevivió a la tragedia de Los Andes y a varias tragedias más en las décadas siguientes; Anabella Junger fue trasplantada dos veces de riñón; Becky Sabah es cuadripléjica desde los seis meses. Los tres son uruguayos que no se rinden ante la adversidad extrema: la enfrentan y la transforman en experiencia positiva. Contaron a Domingo sus historias de superación, de enseñanzas y aprendizajes.
MONTAÑAS. Daniel Fernández Strauch dice ser "un hombre ordinario que tuvo que atravesar una experiencia extraordinaria de manera forzosa". Pero basta hablar unos minutos con este sobreviviente de la tragedia de Los Andes y conocer su historia, que acaba de publicar en Regreso a la montaña. Una guía de supervivencia espiritual (Ediciones B), para saber que se está ante un ser especial. Por lo que pasó en la montaña hace casi 40 años y por cómo lo enfrentó, pero también por su actitud para encarar lo que vivió después: un hijo que casi fallece, el cáncer de su mujer y la bancarrota.
Volvamos a Los Andes. Para Fernández Strauch, hoy presidente de la Fundación Viven, la clave para que lograran sobrevivir fue el equipo que se formó -luego siempre priorizó los grupos "bien integrados" en sus emprendimientos- y la confianza. Eso se logró en personas que no necesariamente se conocían (él mismo fue a divertirse un fin de semana a Chile y no era parte del equipo que iba a jugar el partido de rugby). El quiebre fue cuando escucharon por radio que se había suspendido la búsqueda; no dependían más que de ellos mismos. A partir de allí "el amontonamiento" de gente se transformó en un equipo. "Estábamos convencidos de que todos dependíamos de todos, de que ahí no se salvaba uno ni dos, ni los expedicionarios, ni los líderes. O salíamos todos o no salía nadie". Se manejaban con una honestidad que implicaba, por ejemplo, disculparse por no haber cumplido con una tarea -como hacer agua- lo bien que hubieran deseado, aunque los demás no hubieran tenido la posibilidad de darse cuenta de ello. "Eso no pasa en este mundo de acá. Allá el sacar la ventajita no existía, era una entrega total para todos".
A eso se le sumó no perder la esperanza -"cuando eso sucede uno se entrega, se muere"- de que iba a salir vivo. Su motivación más importante era volver con su familia. Su madre y su novia (hoy su mujer) contra todo lo que indicaba lo racional, lo esperaban. Él estaba convencido de que les contaría en persona lo que había sucedido; tanto, que decidió no escribir una línea en los 72 días en la cordillera. Volvió y estaba todo igual, pero él no. Fue un shock el darse cuenta de todo lo que había vivido. "Cuando las cosas están pasando no les das importancia. Hubo decisiones difíciles de llevar a cabo, como cuando se cortaron los cuerpos. Pero después entrás en esa vida con todos esos cambios brutales y te va pareciendo normal. Entonces cuando volvés, te ponés a pensar y te das cuenta. Empezás a mirar el mundo desde otra perspectiva, como la importancia que se le da a cosas como el dinero".
Es esa perspectiva más espiritual la que plasma en su Regreso a la montaña, donde plantea, por ejemplo, que la pregunta fundamental es: ¿necesitamos todas las cosas que creemos que necesitamos? "La acumulación excesiva de bienes, lejos de liberarnos, muchas veces nos esclaviza (…) En la montaña aprendimos que se puede vivir sin nada, pero no se puede vivir sin esperanza. Este concepto, que parece tan general, tan obvio, es la excepción -no la regla- en el mundo en que vivimos", escribió en el libro.
La actitud de no entregarse y el convencimiento de que todo saldría bien también lo tuvo cuando Ignacio, uno de sus tres hijos, quedó atrapado por el portón de su casa. Tenía 6 años y llegó al CTI con un pronóstico nefasto: 5% de posibilidades de sobrevivir y, si eso sucedía, la casi certeza de que quedaría en estado vegetal. Fernández Strauch estaba seguro de que "iba a salir bien". Nacho estaba en coma, le disminuyeron la medicación y empezó a convulsionar. La enfermera le dijo que era un pésimo síntoma. Él miró a su hijo, un niño inquieto, y pidió que lo desataran. De inmediato, se calmó. A la media hora dijo: "¿Qué hago en esta cama de mierda?".
Lo que le sucedió a su mujer es otro ejemplo similar, dice. "Cuando ella se enteró de que tenía cáncer y se puso a llorar, yo le dije: `tenés dos opciones: ponerte a llorar, entregarte y morirte, o pelearla y lo más probable es que ganes`. Y fue lo que hizo".
Fernández Strauch no perdió la fe en nada de lo que hizo. Ni cuando estaba en Los Andes ni cuando tuvo que, siendo ingeniero agrónomo, limpiar máquinas de escribir para mantener a su familia. Eso sucedió después de que en 1982 el gobierno abandonó el sistema de convertibilidad ("la tablita"). Terminó en la ruina, pero se levantó otra vez. Es que sabe del poder de la mente y cree que los límites están para sobrepasarlos. Y lo aplica.
LA EMOCIÓN EN LOS RIÑONES. "Para mí, resiliencia tiene todo el mundo. ¿A quién no le pasan cosas? Capaz que lo que para mí es una pavada, a ti te re afecta. Y si te re afecta tenés que ser fuerte para transformarlo. Nadie pasa por la vida sin tener que afrontar algo". Las palabras son de una Anabella Junger enfática pero distendida y sonriente. Siempre tiene la sonrisa a flor de piel. Un poco por su trabajo -es la gerente de Relaciones Públicas del Hotel Sheraton- y un mucho por su personalidad. Pero lo cierto es que la vida le puso en juego esa sonrisa en más de una ocasión. Una de ellas fue durante la Semana Santa de 1992 cuando, sin querer, escuchó una conversación telefónica en la que su hermano mayor le espetaba a su padre: "Anabella se está muriendo".
Ella tenía 25 años. Hacía un tiempo que venía con síntomas extraños, como presión alta continua, reflujo, vómitos, mucho cansancio y sueño, pero los médicos -entre ellos, un internista grado cinco- le decían que no tenía nada. Pasó más de un año para que le mandaran a hacer un análisis de sangre. Tras los resultados, la orden cambió y la enviaron inmediatamente a ver a un nefrólogo. Sin embargo, el especialista le dijo que no se preocupara, que hiciera vida normal, que solo intentara no estar nerviosa y que le realizarían más exámenes. Siguió las indicaciones pero, por las dudas, le envió por fax una copia de sus análisis a su hermano Alejandro, que era médico y vivía en Estados Unidos. Al recibirlos, Alejandro pensó que había un error y le mostró los resultados a un nefrólogo que trabajaba en el mismo hospital que él. El colega coincidió: "Esto no puede ser. Es imposible que sean valores de un ser humano vivo". Pero los números estaban bien. Anabella se estaba muriendo.
Ese fue el puntapié de una historia que continuó con un trasplante de riñón, donado por su madre, que duró siete años -mucho más de lo pronosticado por los médicos, ya que el órgano se dañó durante la operación-, luego seis años de diálisis y finalmente un nuevo trasplante, esta vez de un donante anónimo, tras permanecer en lista de espera. Toda la historia está contada en Desde el alma (Tiempo de Lectores), libro que se publicó recientemente, con la coautoría del periodista Jaime Clara.
"Nunca me pregunté `por qué a mí`", repite Anabella una y otra vez, para explicar que su filosofía dicta que todo pasa por algo, que siempre hay un motivo oculto que tarde o temprano termina esclareciéndose. "Se dio de esa manera porque cada uno tiene un camino para recorrer en la vida y principalmente tiene una misión. Hoy es un privilegio poder dar el mensaje. Lo que yo viví no tendría sentido si no hubiera servido", enfatiza. Claro que eso no la eximió de miedos. "Para mí, un trasplante era cosa de ciencia ficción. Era temor a lo desconocido. Además, creo que cada órgano tiene que ver con una emoción y los riñones están relacionados con los miedos. Pero si te quedás con el miedo, no avanzás en nada".
Luego de pasar por todo eso, Anabella asegura que le cambiaron mucho las prioridades. Entre otras anécdotas, cuenta que hace poco tenía planificadas unas vacaciones con su marido a Miami y Cancún, pero al llegar a Panamá, donde hacían escala, se dio cuenta de que se había olvidado del pasaporte con la visa para entrar a Estados Unidos. Mientras su marido "casi se muere", a ella no le pareció ninguna catástrofe. Si eso le pasaba en la época de la diálisis, era un problema enorme, porque a donde fuera debía llegar siempre con el tratamiento coordinado: arribar e inmediatamente salir para una clínica a dializarse. Hoy está liberada de esa atadura. "Después de haber dependido de una máquina, después de vivir eso, me dejás varada en la China debajo de un puente y no me importa. Sé que algo bueno va a pasar; aprenderé a vivir debajo de un puente chino. Siempre es mejor que te pase lo más lindo, obvio, pero algo vas a aprender. No quiere decir que no tenga mis días de tristeza. Pero ya no me preocupo por cosas que no son importantes, eso sí".
Entre los varios mojones de su odisea, aparece con nitidez el día que una asistente social le dijo: "Tenés que entender que estás muy mal, que vas a ser una enferma toda tu vida". Anabella cuenta que esas palabras fueron como un puñal en el pecho y que su reacción natural fue rebelarse contra ese "decreto". Pero se pregunta cuántas personas, con menos fortaleza, se dejan convencer cuando les pronostican lo peor.
Y concluye: "Siempre les digo a mis amigas: no esperes a pagar un precio alto para entender. Pero bueno, a veces tiene que pasar. Todo es relativo. Si viene un temporal y sale el sol, lo valorás más que si siempre hubiera sol. El sufrimiento es para crecer. Yo le intenté poner onda a todo y mi conclusión es que valió la pena. ¿Volvería a vivir lo mismo? Me lo imagino y me erizo... recordar todo y volverlo a vivir no me da alegría, es bravo. Ahora, si me preguntás, desde el fondo del alma, para ser hoy como soy, saber lo que sé, poder ayudar como he podido, ¿valió la pena vivir todo eso? Sí que valió".
¿DE QUÉ ME QUEJO?. A los 18 años, Becky Sabah pasaba la mayor parte de su tiempo ideando formas de matarse. Su gran angustia era que ni siquiera eso podía hacer, debido a la cuadriplejia que le quedó como secuela de una poliomelitis que padeció a los seis meses. Fue en medio de aquella gran depresión que un médico y terapeuta argentino se sentó junto a ella y le dijo: "Mirá, te prometo que si me das la oportunidad de que entre los dos lo analicemos y llegamos a la conclusión de que de verdad querés eso, yo me hago cargo y te ayudo". Esas palabras, cuenta Becky, fueron "lo más liberador" que le sucedió en la vida. Ya no primó la impotencia; lo que no podía hacer. La decisión dependería únicamente de ella y no estaría basada en su incapacidad física.
De allí en más pasaron años de terapia, llanto, gritos, lucha interna. "Tuve que trabajar muchísimo. Si en algo trabajé, fue en mí misma", asegura Becky, hoy de 59 años. Ella cuestiona que el suyo sea un caso de resiliencia, ya que al haber enfermado tan chica, no conoció otro estilo de vida y por ende no necesitó adaptarse a un cambio. Pero después agrega: "Sí está dentro de la terminología el intentar vivir en el mundo de todos no teniendo una vida como todos. Esa sí es la capacidad de adaptarse. Tampoco quiero pintarlo como una virtud... Lo que sé es que tal vez no me animé a vivir como una discapacitada común. No me animé a vivir en la quietud que imponía mi cuerpo".
Por eso, nunca pensó en la opción de no trabajar. Fue su padre, cuenta, quien la educó para llevar una vida normal y la "obligó", admite, a cursar una carrera universitaria. Así se convirtió en psicóloga, y hoy lleva 13 años como directora del Área de Discapacidad de la Comunidad Israelita, además de haber trabajado en la Escuela Roosevelt. "A veces me dicen `qué suerte, vas a trabajar así te entretenés`. Y yo trabajo porque necesito mantenerme, necesito asistente las 24 horas. Mi forma de entretenerme corre por otro lado. Que me guste lo que hago es otro tema", aclara.
Cuando se trata de discapacidades, la mirada del entorno resulta un obstáculo extra. En el Área que ella dirige, en lugar de partir de lo que los discapacitados no pueden hacer -visión que prima en la sociedad-, se parte de lo que sí pueden.
Ella ilustra: "Hay cosas que yo aprendí a hacer porque quería demostrarme, y demostrar a los demás, que podía. Todos los espejos de mi vida son normales, cuando mi realidad es quieta. Lo que quiero mostrarte, mostrarle a mi espejo, es que yo puedo. Por ejemplo, de chica todas mis compañeras fueron a aprender a bordar y de entrada dijeron: `Becky no puede`. Me desesperé y aprendí a bordar con la boca. Y bordé, bastante".
Tener certeza de sus potencialidades fue medular a la hora de optar por la vida, de encararla de otra manera. "Una de las cosas que trabajamos en la terapia es que yo podía vivir una vida como quería, solo que me iba a dar más trabajo, me iba a llevar más tiempo. Como mujer, tenía que sacar otros elementos de seducción. Y bueno, efectivamente... Mi primer vínculo de pareja fue una conquista telefónica. (se ríe) ¡Se puede! Tenés que buscar otros elementos. Mis padres fallecieron y hoy tengo hermanos casados. Amo profundamente a mis sobrinos y mis sobrinos-nietos, pero no son mis hijos ni mis nietos. En definitiva, vivo sola. Y claro que me pesa. Pero también descubrí el placer de estar sola. Soy ama de casa. Todos los viernes recibo a mi familia y cocino para todos. Le pido a mi asistente: poné un poco de esto, revolvé así, agregale acá. Es verdad: no pongo las manos, pero ella (su asistente) no tiene la más remota idea de cómo se hace una tortilla (se ríe). Es mi creación. Y lo disfruto mucho".
No pudo lograr todo lo que se propuso, pero sí mucho más de lo que el mundo esperaría. Reflexiva y de buen humor, Becky dice que tiene días buenos y de los otros, como todo el mundo. "A veces me siento re mal y no me alcanza ninguna explicación. Otras veces, digo: pará, tengo trabajo, salvo alguna ayuda puntual me mantengo, vivo en un lugar cómodo porque tuve la suerte de encontrar un buen alquiler… ¿de qué me quejo?".
DE LA FÍSICA A LA PSICOLOGÍA
Resiliencia es un término proveniente de la Física, que alude a la propiedad de los cuerpos elásticos de recobrar su forma original, liberando energía cuando son sometidos a una fuerza externa. También se utiliza en ecología e ingeniería. La psicología positiva lo reformuló enfocándolo en los seres humanos. No se trata solo de resistir a la destrucción preservando la integridad en circunstancias difíciles; es también la capacidad de usar esa experiencia para proyectar el futuro.
"Todos podemos sorprendernos de nuestra capacidad"
¿A qué herramientas internas debe apelar una persona cuando atraviesa una gran dificultad o dolor? Al buen humor, a la esperanza, al optimismo, desliza la psicóloga Mariana Álvez. Y agrega: "Debemos conocer nuestras emociones para manejarlas mejor. Analizar los problemas de la manera más cuidadosa y objetiva para ver posibles soluciones. Desarrollar confianza en nosotros mismos, en nuestras capacidades y fortalezas. Saber que hay situaciones que no podemos controlar. La negación a la larga solo trae más angustia, ya que muchas veces lo más devastador es la combinación entre el dolor que nos genera una situación más la no aceptación de ésta. Para que la aceptación sea eficaz debe ser absoluta, con cada fibra de nuestro ser. Aceptar algo de manera radical nos permite abandonar la lucha contra lo imposible, que no podemos cambiar, lo que nos va a liberar de una carga emocional muy grande. Así podemos discernir entre lo que no podemos cambiar y aquello que, al menos en parte, podemos controlar. Y es ahí donde tenemos que poner mayor esmero ya que nos posibilita salir de una situación compleja.
También tenemos que aprender a perder; las cosas no siempre van como uno las planifica, el fracaso y las contrariedades están a la vuelta de la esquina". Álvez apunta que si bien algunas personas no pueden escaparse de la victimización, eso puede cambiar. "Hay quienes no pueden evitar preguntarse constantemente `¿por qué a mí?` Y si bien todos podemos sentir esto, lo mejor es no alimentar este tipo de pensamientos porque solo va a estancarnos en la desesperación y la impotencia. Aunque lleve tiempo y paciencia, debemos aprender a ver la otra cara de la moneda. Cualquier hecho devastador tiene el potencial de ayudar a convertirnos en personas más fuertes, podemos sorprendernos de nuestra capacidad si nos damos la oportunidad".
UNA CUALIDAD QUE SE PUEDE APRENDER
Si bien hay personas con una tendencia natural a sobreponerse a las adversidades más fácilmente que otras, la resiliencia se puede aprender. ¿Cómo? "Si uno crece en un contexto familiar donde ve que el papá viene cansado del trabajo pero deja su mal humor y se ríe con sus hijos, o hace un chiste y se pone a cocinar, está enseñando que se sale adelante. O, si pierde el trabajo, puede transmitir que es una crisis, pero que no perdió su sentido de la vida, sino que sigue adelante. Los niños replican las conductas de los adultos. Si les mostramos que una adversidad nos afecta pero no nos destruye, entonces les enseñaremos a tolerar la frustración, un pilar de la resiliencia", ilustra el psicólogo Alejandro De Barbieri. El experto enumera otras formas de inculcar esa cualidad en los pequeños: tolerando la frustración, postergando la gratificación, dejando que salgan solos del aburrimiento y sean creativos, permitiendo que resuelvan solos sus conflictos, aumentando la confianza en ellos mismos, creyendo en su potencial y evitando la sobreprotección.
Otros casos
HISTORIAS DE GRAN SUPERACIÓN
Helen Keller nació en una pequeña localidad rural de Alabama, Estados Unidos. En febrero de 1882, a los 19 meses, una enfermedad la dejó ciega y sorda. Al ser tan pequeña, comunicarse con ella era una tarea casi imposible. Se volvió una niña irritable, que tiraba platos y lámparas al piso y aterrorizaba la casa entera con rabietas y gritos. Pero ni su familia ni ella misma se resignaron a esa situación. Sus padres contrataron a una tutora llamada Anne Sullivan, que con el tiempo se convertiría en una amiga de toda la vida. La ayudó a controlar su carácter y le enseñó a leer, en primer lugar con el alfabeto manual-táctil (haciendo señas sobre su mano), luego con el sistema Braille y más tarde a escribir en forma convencional. También aprendió a hablar. En 1900, Helen entró en la Universidad de Radcliffe, siendo la primera persona sordociega en cursar una carrera universitaria. Dio innumerables discursos acerca de su vida y escribió libros sobre sus experiencias personales. Murió mientras dormía, a los 87 años. Su caso es tal vez un emblema de la resiliencia. Pero hay muchos más. En la lista de famosos, entra también el español Pablo Pineda, quien fue el primer europeo con síndrome de Down en terminar una carrera universitaria y ha sido galardonado por su actuación en la película Yo, también. O Viktor Frankl, un psiquiatra y neurólogo austríaco que entre 1942 y 1945 sobrevivió en varios campos de concentración, entre ellos el de Auschwitz, donde murieron su esposa y sus padres. Al salir escribió el famoso libro El hombre en busca de sentido, donde cuenta sus días recluido y expone que incluso en las condiciones más extremas de deshumanización y sufrimiento se puede encontrar una razón para vivir. En Uruguay, como en toda América Latina, son miles las historias de resiliencia, famosas y desconocidas, que legó la dictadura, con sobrevivientes de años de torturas y de condiciones de reclusión inhumanas que lograron resignificar la vida después de lo atravesado. Pero esta capacidad no aparece solo en casos extraordinarios. También está cuando un padre debe luchar diariamente con la enfermedad de un hijo, dice el psicólogo Alejandro De Barbieri. "Debe apelar a su fuerza interior y no resignarse".