LA CONCIENCIA DEL CUERPO
Un tema de discusión
Todo objeto es. Sea galaxia, partícula, piedra o animal, por convención, está dotado de existencia.
Pero sea lo que fuere, es gracias a la mirada del observador que adquiere características y singularidades. Esa mirada es la que se las otorga.
Es por eso que para ser objeto del universo, se ha de ser objeto del discurso de un observador. Sin el ser humano, el universo no sería más que un continum sin estructura.
Cualquier ser humano es capaz de dirigir sobre sí esta mirada creadora de objetos. En tal caso, hace de su persona el sujeto de su discurso. En consecuencia, no sólo es, sino que sabe que es.
Esto es la conciencia. Se trata de una cualidad que nos permite saber que somos.
En lo corporal, se trata entonces de dirigir la mirada sobre el propio cuerpo y permitirse ser corporalmente en el mundo. Pero además se trata de saber que se es porque se tiene un cuerpo.
Ahora bien: todo aquel que jamás ha generado una relación inteligente con el propio cuerpo, por las razones educativas y corporales que sean, tales miradas, vínculos y discursos jamás han sido creados. Necesita de una intermediación. La intermediación de un maestro.
Ese maestro del cuerpo puede dirigir la mirada sobre sí mismo, sobre su propio ser corporal, en cuyo caso el asunto es relativamente sencillo. Puede seguir profundizando filosóficamente o, simplemente, limitar la cuestión a la idea de que ningún objeto puede ser traído a la existencia si no es por el discurso que suscita.
La cuestión se complica cuando ese discurso lo dirige a alguien. A un otro. Cosa razonable desde la lógica de aquel que supone que debe ayudar a construir significados en torno a lo corporal.
Se complica porque cuando el objeto de mi discurso soy yo, me hago consciente de ser y, simultáneamente, me afirmo como existente frente a otro, aquel a quién dirijo mi discurso. Pero…
¿Cómo se hace para que el otro, ese otro alguien, se haga objeto de su propio discurso acerca de su propio cuerpo? Es decir tome conciencia de su ser corporal. Ese es el desafío de la intermediación.
No puedo sugerir la mejor estrategia. Sin embargo, de lo que estoy seguro es que demasiados alumnos no podrían encontrar esos discursos propios, sin las prácticas corporales reflexivas que debería sugerir una verdadera educación corporal. Y sin la intermediación de un buen maestro.
Planteado en estos términos, la argumentación tiene su complejidad. Hay que aumentarla todavía un poco más: recordemos que entre los poderes recibidos por ese campeón de la complejidad que es el cerebro humano, el más decisivo ha sido el que permite la comunicación entre las personas. Cada cual, como he expresado antes, puede tomarse como sujeto de su propio discurso y desarrollar así su conciencia de ser. Pero este discurso sólo puede tener lugar dentro de una red de intercambios. Esa red colectiva de significados es, pues, el punto de partida de la conciencia individual.
Albert Jacquard, prestigioso ensayista y científico francés lo expresa así: “Digo yo, porque otros me han dicho tu.
Estas mismas reflexiones que estoy haciendo- tal como otras cualquiera- no tendrían sentido si las hago en soledad. La conciencia personal sólo puede echar raíces en una conciencia colectiva. La conciencia, motivo de mi discurso, es el camino recorrido en contacto con los demás. No hay conciencia sin el aporte de los otros. Y el yo corporal jamás se construiría sin ese aporte, dado que es el conjunto de lazos que tejo con los otros.
John O. Stevens, autor de "Darse Cuenta", dice que cuando tomamos conciencia, o sea, contacto profundo con aquello de nosotros que queremos cambiar, la transformación sobreviene más tarde o más temprano. Un darse cuenta cabal, señala, nos permitirá soltar lo que hay que soltar, así como aceptar o resolver el conflicto entre la parte de nosotros (generalmente oculta, acallada, postergada) que quiere cambiar y la que se opone (velando nuestra conciencia, impulsándonos a la repetición constante del hábito o mecanismo que nos hace sufrir). Darse cuenta es despertar.
Lo dicho no significa que TODO pueda ser puesto bajo el saber de lo que somos. O sea, bajo el saber de la conciencia. No pretendo seguirlo a Sartre que intentaba atenuar la importancia del inconciente, con el pretexto de que pondría en cuestión la soberanía del sujeto. Pero tampoco me dedico a sufrir por lo imprevisto de ciertos comportamientos.
Cuando uno trata de encontrar explicaciones a reacciones extrañas ante determinados sucesos, sabe que sólo tendrá acceso a argumentos parciales, por lo general engañosos. Muchas veces ni siquiera puede interrogarse.
Dirigir la observación sobre uno mismo, no significa que se pueda echarle miradas clarividentes al desván en el cual se oculta mi inconciente. Pero tal sitio puede ser explorado. Uno puede sentirse piloto de un barco que navega en aguas borrascosas; inclusive sacudido por corrientes imprevisibles. Pero sigue siendo el piloto. Y el responsable de llevar el barco a puerto aunque, en oportunidades, se requiera de una u otra forma de ayuda.
El inconciente, en la interpretación de muchos- entre los cuales me incluyo- es el conjunto de actividades cerebrales que, en un momento dado, escapan a lo sentido y expresado. Pero no es un actor y todavía menos un monstruo, presto a devorarme; es un factor explicativo, entre otros, de las reacciones, las angustias y los sufrimientos de una persona.
Todo objeto es. Sea galaxia, partícula, piedra o animal, por convención, está dotado de existencia.
Pero sea lo que fuere, es gracias a la mirada del observador que adquiere características y singularidades. Esa mirada es la que se las otorga.
Es por eso que para ser objeto del universo, se ha de ser objeto del discurso de un observador. Sin el ser humano, el universo no sería más que un continum sin estructura.
Cualquier ser humano es capaz de dirigir sobre sí esta mirada creadora de objetos. En tal caso, hace de su persona el sujeto de su discurso. En consecuencia, no sólo es, sino que sabe que es.
Esto es la conciencia. Se trata de una cualidad que nos permite saber que somos.
En lo corporal, se trata entonces de dirigir la mirada sobre el propio cuerpo y permitirse ser corporalmente en el mundo. Pero además se trata de saber que se es porque se tiene un cuerpo.
Ahora bien: todo aquel que jamás ha generado una relación inteligente con el propio cuerpo, por las razones educativas y corporales que sean, tales miradas, vínculos y discursos jamás han sido creados. Necesita de una intermediación. La intermediación de un maestro.
Ese maestro del cuerpo puede dirigir la mirada sobre sí mismo, sobre su propio ser corporal, en cuyo caso el asunto es relativamente sencillo. Puede seguir profundizando filosóficamente o, simplemente, limitar la cuestión a la idea de que ningún objeto puede ser traído a la existencia si no es por el discurso que suscita.
La cuestión se complica cuando ese discurso lo dirige a alguien. A un otro. Cosa razonable desde la lógica de aquel que supone que debe ayudar a construir significados en torno a lo corporal.
Se complica porque cuando el objeto de mi discurso soy yo, me hago consciente de ser y, simultáneamente, me afirmo como existente frente a otro, aquel a quién dirijo mi discurso. Pero…
¿Cómo se hace para que el otro, ese otro alguien, se haga objeto de su propio discurso acerca de su propio cuerpo? Es decir tome conciencia de su ser corporal. Ese es el desafío de la intermediación.
No puedo sugerir la mejor estrategia. Sin embargo, de lo que estoy seguro es que demasiados alumnos no podrían encontrar esos discursos propios, sin las prácticas corporales reflexivas que debería sugerir una verdadera educación corporal. Y sin la intermediación de un buen maestro.
Planteado en estos términos, la argumentación tiene su complejidad. Hay que aumentarla todavía un poco más: recordemos que entre los poderes recibidos por ese campeón de la complejidad que es el cerebro humano, el más decisivo ha sido el que permite la comunicación entre las personas. Cada cual, como he expresado antes, puede tomarse como sujeto de su propio discurso y desarrollar así su conciencia de ser. Pero este discurso sólo puede tener lugar dentro de una red de intercambios. Esa red colectiva de significados es, pues, el punto de partida de la conciencia individual.
Albert Jacquard, prestigioso ensayista y científico francés lo expresa así: “Digo yo, porque otros me han dicho tu.
Estas mismas reflexiones que estoy haciendo- tal como otras cualquiera- no tendrían sentido si las hago en soledad. La conciencia personal sólo puede echar raíces en una conciencia colectiva. La conciencia, motivo de mi discurso, es el camino recorrido en contacto con los demás. No hay conciencia sin el aporte de los otros. Y el yo corporal jamás se construiría sin ese aporte, dado que es el conjunto de lazos que tejo con los otros.
John O. Stevens, autor de "Darse Cuenta", dice que cuando tomamos conciencia, o sea, contacto profundo con aquello de nosotros que queremos cambiar, la transformación sobreviene más tarde o más temprano. Un darse cuenta cabal, señala, nos permitirá soltar lo que hay que soltar, así como aceptar o resolver el conflicto entre la parte de nosotros (generalmente oculta, acallada, postergada) que quiere cambiar y la que se opone (velando nuestra conciencia, impulsándonos a la repetición constante del hábito o mecanismo que nos hace sufrir). Darse cuenta es despertar.
Lo dicho no significa que TODO pueda ser puesto bajo el saber de lo que somos. O sea, bajo el saber de la conciencia. No pretendo seguirlo a Sartre que intentaba atenuar la importancia del inconciente, con el pretexto de que pondría en cuestión la soberanía del sujeto. Pero tampoco me dedico a sufrir por lo imprevisto de ciertos comportamientos.
Cuando uno trata de encontrar explicaciones a reacciones extrañas ante determinados sucesos, sabe que sólo tendrá acceso a argumentos parciales, por lo general engañosos. Muchas veces ni siquiera puede interrogarse.
Dirigir la observación sobre uno mismo, no significa que se pueda echarle miradas clarividentes al desván en el cual se oculta mi inconciente. Pero tal sitio puede ser explorado. Uno puede sentirse piloto de un barco que navega en aguas borrascosas; inclusive sacudido por corrientes imprevisibles. Pero sigue siendo el piloto. Y el responsable de llevar el barco a puerto aunque, en oportunidades, se requiera de una u otra forma de ayuda.
El inconciente, en la interpretación de muchos- entre los cuales me incluyo- es el conjunto de actividades cerebrales que, en un momento dado, escapan a lo sentido y expresado. Pero no es un actor y todavía menos un monstruo, presto a devorarme; es un factor explicativo, entre otros, de las reacciones, las angustias y los sufrimientos de una persona.
Por Mariano Giraldes
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